El zar ruso, Alexandrei Povlorov, había permanecido sentado
toda la tarde junto al gran ventanal de su palacio de Samara. Alexandrei solía disfrutar allí de sus
domingos. Al candor de la chimenea, acompañado siempre de una taza de café colombiano, Alexandrei repartía su
tiempo entre la lectura de novelas clásicas, la introspección y las furtivas
miradas al río Volga.
Desde su cómoda butaca el zar disfrutaba también de una privilegiada visión de los jardines del palacio. Por ellos paseaba esa tarde la joven Katerina que, ajena a las inclemencias del
tiempo, interrogaba sobre sus dudas a los abedules nevados.
El zar había amaba a Katerina. La quería como nunca había querido a nadie. Pero nunca se había
atrevido a confesarle su amor porque intuía que Katerina estaba enamorada de otro. Y por eso lo mejor era guardar silencio. Alexandrei leyó una vez que en eso consistía el verdadero amor. En respetar el sentimiento ajeno y desear la felicidad de la persona amada, por encima de la propia. El zar también
había leído una vez una entrevista a un famoso pianista, que al ser interrogado
sobre su pasión por la música confesó que no puede explicarse lo que no se ha
experimentado. Y si el pianista no podría explicarle al periodista qué
sentimientos le inundaban cada vez que sonaba una melodía, él tampoco podría
explicarle a Katerina el amor que por ella sentía.
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