domingo, 16 de octubre de 2011

Escena I: Palacio de Samara


El zar ruso, Alexandrei Povlorov, había permanecido sentado toda la tarde junto al gran ventanal de su palacio de Samara. Alexandrei solía disfrutar allí de sus domingos. Al candor de la chimenea, acompañado siempre de una taza de café colombiano, Alexandrei repartía su tiempo entre la lectura de novelas clásicas, la introspección y las furtivas miradas al río Volga. 


Desde su cómoda butaca el zar disfrutaba también de una privilegiada visión de los jardines del palacio. Por ellos paseaba esa tarde la joven Katerina que, ajena a las inclemencias del tiempo, interrogaba sobre sus dudas a los abedules nevados. 

El zar había amaba a Katerina. La quería como nunca había querido a nadie. Pero nunca se había atrevido a confesarle su amor porque intuía que Katerina estaba enamorada de otro. Y por eso lo mejor era guardar silencio. Alexandrei leyó una vez que en eso consistía el verdadero amor. En respetar el sentimiento ajeno y desear  la felicidad de la persona amada, por encima de la propia. El zar también había leído una vez una entrevista a un famoso pianista, que al ser interrogado sobre su pasión por la música confesó que no puede explicarse lo que no se ha experimentado. Y si el pianista no podría explicarle al periodista qué sentimientos le inundaban cada vez que sonaba una melodía, él tampoco podría explicarle a Katerina el amor que por ella sentía. 

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