miércoles, 29 de febrero de 2012

Nunca te dije que todos necesitamos algo

- Todos necesitamos algo -le digo a Ana- No eres la única.
Estamos sentados en una cafetería del centro. Es un café antiguo, decorado en madera. El lugar era frecuentado por intelectuales y escritores de finales del siglo XIX. Las fotografías en blanco y negro en las paredes así lo atestiguan. Hay también instantáneas de cantantes de copla y toreros fallecidos. No conozco a la mayoría de ellos, pero puedo imaginarme cómo eran sus vidas en este lugar. La tarima sobre la que se yergue nuestra mesa me sirve como pasadizo hacia esa época. Cruje cuando el camarero la pisa y entonces puedes transportarte a un mundo en el que el aroma del café caliente y el bullicio del local se entremezclaban con el olor a puro, la sonrisa pícara y el galante saludo del terrateniente, que inclinaba su sombrero ante la aparición de una recatada dama.

Ana y yo sentados en nuestro sitio favorito: al lado de la ventana que mira a la Calle Mayor. Cuando éramos novios, veníamos aquí a menudo. Nos gustaba pasar horas mirando a los viandantes, cargados con sus compras, invadidos por el espíritu las prisas, ajenos al espacio temporal que se había abierto entre sus prisas y nuestro espíritu. Pero últimamente Ana y yo apenas quedamos. Al principio fui yo quien me alejé, porque me había enamorado de otra persona. Pero ahora es ella la que procura mantener las distancias conmigo Esta mañana, sin ir más lejos, he tenido que insistirle mucho para arrancarla de casa. Es cierto que llovía mucho y que ella no es muy dada a salir los domingos, pero yo necesitaba verla. Necesitaba mantener con ella esta conversación en nuestro café favorito. Aunque ahora que la tengo frente a mí, la noto ausente y apagada. No logro descifrar qué pensamientos rondan su mente. Antes era distinto. Me bastaba con dos frases estúpidas para hacer que se abriese a mí. Entonces yo era capaz de descifrar el Intrincado laberinto de sus pensamientos. Pero hace meses que perdí la caja de cerillas que iluminaba su rostro. Ya no sonríe cuando bromeo. Ni siquiera tenuemente. Tampoco lo ha hecho esta mañana, cuando le dije que iríamos al bar de siempre, “donde el espíritu de Valle-Inclán, Benavente y Rubén Darío ha perdurado en el ambiente, a pesar del precio del café.” Antes ella se reía cuando yo le decía esas cosas. Pero ya no lo hace. Ahora solo mira, en silencio. Y su mirada está ausente, aunque su voz, cansada, trate de disimularlo, alentándome a empezar con mi perorata.

- ¿Para qué me has llamado? – me pregunta por fin. Y yo la noto molesta, pero prefiero ignorarlo.
- Esta mañana, cuando hablamos me dijiste que necesitabas cosas… Sólo quería decirte que todos necesitamos cosas, y que si tú me necesitas a mí, pues que me lo digas porque yo también te necesito a ti, y si yo no puedo estar en tu vida por algo, pues no estaré, pero que haré todo lo que está en mi mano para que todo vaya lo mejor posible en tu vida y para hacerte feliz, y si pasa algo ahora mismo, o hay algo en lo que pueda ayudarte, lo que sea, pues que cuentes conmigo, que yo te ayudaré en la medida de lo posible, aunque tenga otros asuntos y otras cosas, porque me importas tú y ayudarte a encontrar las cosas que necesitas, por difíciles de encontrar que sean… No sé si sabes a lo que me refiero… Pero que me tienes a mí y eres una de las cosas que yo necesito. No sé si te pasa lo mismo que a mí, pero tampoco sé cómo expresarlo mejor, porque ya sabes que soy torpe y me cuesta ordenar los pensamientos… -Ana me sonríe y yo malinterpreto su gesto - He llamado para decirte eso, Ana. Que todos necesitamos cosas y que yo te necesito a ti… Y que te quiero. Que te olvides de todo lo que ha pasado hasta ahora en tu vida, y de todo lo que ha pasado en la mía. Quiero que me des la oportunidad de empezar de nuevo porque te voy a hacer feliz. O al menos voy a intentarlo. Aunque sea difícil. Aunque tenga que morir en el intento. Pero yo me he propuesto hacerte feliz. Y es lo único que quiero hacer ahora…

Ana sonríe de nuevo. Parece satisfecha después de haber escuchado mi discurso. Y de repente se levanta y viene hasta mi lado. Besa mis labios lentamente. Es el mejor beso que me han dado nunca. Es un beso lento, una danza entre dos lenguas que se echaban de menos, y que se buscan ahora con pasión. Es un beso que dura un tiempo indescifrable porque cuando ella separa sus labios de los míos es como si el tiempo se hubiese detenido.
- No vuelvas a llamarme para decirme este tipo de cosas, Ismael –me advierte de repente, separándose de mí.
Y veo cómo coge su bolso y se aleja. “Y por favor, no vuelvas molestarme”, añade.
-¿Me escuchas, Ismael?
- ¿Qué? –digo volviendo en mí.
- No tienes remedio… -se queja ella- En serio, estoy hablándote y me ignoras.
- No te ignoro. Me puse a pensar en algo, disculpa. ¿Qué me decías?
- Nada. Solo te estaba diciendo que no vuelvas a llamarme para decirme este tipo de cosas. Sabes perfectamente que yo también te necesito en mi vida. Eres la persona a la que amo. Te deseo. Pienso en ti cada noche. Imagino tu voz cada día que amanezco sola entre mis sábanas. Y me muero de ganas porque seas mi oasis. Lo sabes.
- Sí. Pero me gusta tu voz y me encanta oírlo.
- Pues te lo estaría repitiendo cien veces.
- ¿Solo cien? –bromeo.
- Bueno, ciento una –sonríe- Anda, ven aquí y bésame...
- Te quiero, Ana.
- Y yo a ti, tonto.

FIN

1 comentario:

  1. Ojalá todos los finales fuesen/sean tan felices como este :) Aunque no haya perdices para comer. Muak!

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