Túmbate.
Cierra los ojos. Acompasa tu respiración y deja que mi voz penetre en tus oídos.
Esta noche no existe nadie. Estamos solo tú y yo. Y tendremos junto a nosotros
una bonita historia. He venido desde lejos para traértela. Es un cuento que me regalaron
hace poco. Lo guardaba con recelo hasta este este instante. Ahora siento
la necesidad de compartirlo contigo.
Todo sucede a la orilla de un río, donde había un junco y un roble. El roble siempre se
vanagloriaba de su fortaleza, de que nada podía moverlo, de que era cuasi
invencible. El junco era más humilde y no decía nada. Sólo asistía como
espectador a las autoalabanzas del roble. Un día llegó una tormenta muy, muy
fuerte. El roble, confiando en lo imbatible que era y en que no podía ser
movido ni penetrado de ninguna forma, se quedó bien agarrado a sus raíces y no
se movió. El junco, en cambio, al ser más delgado, se torcía a placer del
viento. Cuando el viento y la tormenta arreciaron el roble se partió y el junco
resistió los envites de la tormenta hasta amainar.
La moraleja, según me dijeron, es que merece más la pena ser
flexible, como un junco, y aceptar los cambios del viento, que ser como un
roble, que en tiempos difíciles se romperá.
Yo me siento como el roble. Me vanaglorio de
mi fortaleza, y creo estar preparado para adaptarme a los cambios. Pero asisto impotente las embestidas del viento, incapaz de asimilar que jamás podré cambiar. Pero tú deberías ser el junco. El viento ha
cambiado ahora, pero eso no significa demasiado. Simplemente la vida va de una
forma distinta. Merece la pena que te adaptes, que te des cuenta de que las
cosas no son como antes y que lo aceptes. Luego el viento cambiará de
dirección, y ya vendrán buenos tiempos. Disfrútalos mientras se parte mi tronco.
(Foto: mauremys)
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