domingo, 24 de julio de 2011

Equilibrio

Necesitamos tiempo para olvidar lo que nunca fue ni sucedió, lo que no aconteció jamás por miedo o indecisión, aunque hubiésemos sido azotados virulentamente por el deseo, que nos incitaba implacable hacia un abismo desconocido, hacia un precipicio seductor con visión liberadora. Porque mirar al vacío e interpelarse sobre la posibilidad de dar un paso más, supone trascender a lo transcendental, supone cuestionar lo aprendido e infravalorar el peso del deber, caprichoso dirigente de nuestros pasos.

Cuando se está en el umbral del Infierno, se experimenta la tentación de dejarse llevar. Se apuesta por el triunfo de la desidia, que nos abraza y nos arropa entre sus pechos, para posarnos más tarde en el fango de lo prohibido, al que vamos sucumbiendo sin oposición, dejando que la tierra nos aliente a hundirnos mientras nos susurra frases de conmiseración –no sólo de pan vive el hombre-, fases que nos animan a perder la vida -la única que tenemos, la única que probablemente tendremos y ante la que jamás podremos sublevarnos.

El recuerdo de lo vivido, de lo experimentado, desaparece y se diluye con celeridad pero permanece el recuerdo de lo nunca llevado a cabo, de lo mil veces deseado y nunca satisfecho. Es un recuerdo que martillea y percute la mente, hasta que al final, cuando se hace balance de lo arriesgado, la balanza se inclina sin dilaciones hacia el lado de nunca-vivido.

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